Todos los adultos lo conocíamos como él era en realidad: un hombre de unos cincuenta años, llamado Juan, de un metro ochenta, de pelo blanco, sin trabajo y sin lugar donde vivir, con excepción de cualquiera de las calles de la ciudad.
Los niños eran un caso aparte, ellos sólo conocían la historia que todo niño debía saber, aunque muchos adultos preferían que no fuese así. Para ellos, el hombre era una especie de héroe, él había vivido una cantidad de aventuras infinitas (más se iban agregando mientras él las inventaba), recorrido varios países (que en realidad, él no conocía) y siempre de sus viajes y hazañas había guardado algún recuerdo: un cuchillo que le recordaba la vez que había tenido que pelear con un oso por comida, pues se encontraba solo en el bosque; un pedazo de vidrio de botella, que según él, era lo único que había quedado de la botella que usó para almacenar agua al cruzar el desierto y muchos otros. Pero su objeto favorito era un reloj, que según él lo había encontrado en un campo de batalla. Tenía la correa en muy mal estado, el vidrio estaba rallado, motivos por los que el dueño anterior se había desecho de él.
Juan iba a la plaza central todos las tardes, esperando a los chicos que salían de la escuela para comenzar con sus narraciones. A la mayoría de los padres esas reuniones no les gustaban, no querían que su hijo estuviese con él, pero igual los chicos intentaban evitar cumplir la prohibición que sus padres les habían impuesto. Los niños más pequeños, con toda su inocencia, no se preguntaban, por ejemplo, por qué el hombre vestía normalmente la misma ropa y los más grandes, sentían tal respeto o admiración por la voluntad del hombre, que guardaban su secreto y muchos de ellos, incluso, disfrutaban de las historias, aunque sabían que no eran verdad.
Yo lo había visto muchas veces buscando algo para comer e intentando conseguir un trabajo que él pudiese hacer para ganarse unas monedas, los chicos obviamente no. Juan esperaba al anochecer para comenzar con su búsqueda, pues no quería ser visto por los niños. Lavaba su ropa en el río, pues no quería estar sucio, la higiene era muy importante para él.
Yo siempre intentaba ayudarlo: lo "contrataba" para hacer una tarea (la cual realmente no necesitaba ser hecha), le daba las sobras de mi comida (las cuales yo preparaba a propósito, para poder dárselas a Juan, pero sabía que si hubiese dicho la verdad, el nunca la hubiera aceptado) y le daba ropa que yo ya no usase. Yo respetaba a Juan, aunque me entristecía pensar en la vida que él llevaba, solo tenía a los chicos y nada más, no podía gozar de ninguna de las comodidades de tener una casa, comida en la mesa y otros tantos placeres de la vida.
17 abril 2009
El contador de historias (parte 1)
Posted by Martín at 2:28 p. m.
Labels: Cuentos
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4 comments:
Lindo Post. Habia un señor mayor del barrio que siempre nos contaba historias en la plaza, no era indigente ni le hacia falta nada. Era un jubilado que tenia su familia pero le gustaba entretenernos a los chicos con historias. Me hizo recorda a el.
Yo tengo un blog del mismo estilo. Te invito a que lo veas. Es javeolo.blogsopt.com
Sinceramente, yo no había oído nunca una situación así. Pronto voy a escribir la segunda parte, ya tengo la idea, pero quiero ver como la redacto. Saludos
me suena que vas a terminar siendo vos el que cuente cuentos :P, vos vas ser el pobre hombre que no tiene que comer por delirarle con historias inventadas jajajaja
No, no. Yo ya tengo todo pensado y te digo que no termina así. Vos crees que me voy a dedicar tanto a los cuentos?
A pesar de cosas como esas, te sigo queriendo.
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